Paralelamente, en mi constitución genética tampoco me ha tocado en suerte un carácter envidiable. No soy ningún Francisco de Asís. Seguramente, debido a esta constitución de acero, ¡cuántas víctimas no habré dejado en el camino de la vida!; a cuántos no habré hecho sufrir, como un tranvía que pasa y arrasa. Pero, asimismo, nadie podrá imaginar cuántas veces he tenido que apretar los dientes y morderme la lengua para poder actuar con la dulzura de Jesús. Por largos años he implorado de rodillas al cielo que lloviera mansedumbre sobre mi tierra agitada.