Cuando hayamos desaparecido, no quedará nadie como nosotros, pero lo cierto es que nadie es igual a los demás. Cuando alguien muere, no se le puede reemplazar. Deja un agujero que no se puede llenar, pues el destino –el destino genético y nervioso– de cada ser humano consiste en ser un individuo único, en encontrar su propio camino, vivir su propia vida, enfrentarse a su propia muerte.