—Oh, déjeme llorar, Marilla —gimió Ana—. Las lágrimas no me hieren tanto como el dolor de hoy. Quédese un ratito conmigo y abráceme, así. No pude dejar quedarse a Diana; es buena y dulce; pero ésta no es su pena, está fuera de ella y no puede acercarse lo suficiente a mi corazón como para ayudarme. ¡Es nuestra pena, suya y mía! Oh, Marilla, ¿qué haremos sin él?