Le gustaba la aldea. Ghachimat se parecía a sus gentes. Tranquila, perezosa, la idea de convertirse en un gran pueblo ni siquiera la rozaba. No era cuestión de contaminarse y reventar para existir; le bastaba simplemente con estar allí, al final de un camino o a la vuelta de un montículo, acuclillada en medio de sus huertos, para considerarse el epicentro del mundo. Sus gentes tenían la sonrisa fácil, franco el impulso y, al contrario que la fauna de la ciudad, eran desinteresados.