La humedad carcome los cimientos de mi casa. Sus raíces. Lo observo todo sentada bajo el mezquite. Coloco en la mesa de madera los bultos de mi hija y de mi madre. Media silla está sumergida. El agua me llega a las rodillas.
Me rodean pertenencias olvidadas de quienes se fueron, restos de muchas vidas. Un puñado de sombreros flota. Temerosos, no se separan. También flota el forraje que quedó sin ser comido por el ganado, latas de café, vasijas. Veo que nadan las lonas que pintó Lina. Navega cerca de mí una cruz de madera. La tomo. La imagino surcando el agua desde la iglesia hasta llegar aquí. La suelto otra vez en la corriente.
Flota aquello que no se ve: la felicidad de las mujeres al juntarse a tejer sombreros en la cueva, las carcajadas de los hombres en la cantina, los juegos de los niños, los rezos de los ancianos. Pura barbarie muda.
Intento hablar. Intento gritar, incluso. En cambio, una especie de rumor me brota de la boca. Un eco que se pierde en los caminos del pueblo buscando donde rebotar.
Es diciembre y el agua me hace sentir frío.
Me levanto de la mesa. Tomo a mis muertas. Me echo a mi madre otra vez a la espalda y a mi hija la cargo en brazos. Mis pies están medio sepultados en el lodo y me cuesta moverlos.
Miro al mezquite a través del espejo resquebrajado, a la casa, al cielo. Después me deshago del cristal que tanto me reflejó, lo suelto y me libera que nunca volveré a reflejarme en él. Me deshago también del machete, que se hunde en cuanto lo suelto.
A lo lejos escucho una voz que grita mi nombre. Una voz de hombre. O tal vez solo sea el viento meciendo los árboles.
El frío me empuja a salir de ahí, a buscar un paraje todavía seco.
Camino al cementerio, el punto más alto del pueblo, ese desde donde puede verse el pueblo. El último lugar que va a inundarse. Avanzo a zancadas, levantando agua, chispeándome a veces el rostro.
Al intentar hablar con mis muertas siento dolor. Como si la garganta se me cerrara y ahora tuviera que hablar con ellas en otro lenguaje. Quizá el mismo que usó mi madre con el mezquite cuando se colgó de sus ramas. Uno sin palabras.
Llegamos mi hija, mi madre y yo al cementerio. Desde lo alto, este paraje parece a punto de convertirse en una isla. El cerro de cruces al centro y lo demás sumergiéndose poco a po