El canon oficial de escritoras prestigiosas tampoco ayudaba con las imágenes que ofrecía: siempre solteras, o sin hijos, o, en caso de tenerlos, despedazadas por ellos como el pelícano que alimenta a las crías con su sangre –y de ahí el título de la obra de Strindberg. La despedida performática de Sylvia Plath se había fosilizado para las décadas posteriores y besábamos ese fósil como una dolorosa verdad: el destino de una auténtica creadora sensible es renunciar a los hijos, y si ya los ha tenido, no le queda más remedio que, al igual que la bella y delicada Sylvia, escoger una noche para el último ritual, y entonces quitarse el delantal, servir los vasos de leche, dejarlos en la mesilla de los niños, besar sus cabecitas dormidas, y a continuación arrodillarse delante del horno de la cocina. Una y otra vez golpeábamos la frente contra este icono. Los niños, el horno, el vaso de leche, la sombra del marido traidor; todos quedaban equiparados, todos encadenaban el talento de Sylvia con el mismo peso. Enamorarse y tener hijos y vivir en una casa familiar era sacrificarse a una misma a cambio de un afecto pobre y limitado.