sobre las rodillas de mi padre, la imagen reproduce ese momento preciso. Amaba mucho a mi padre, me mimaba muchísimo; hasta aquel instante yo me había sentido parte inseparable de él, del mundo entero, y de pronto fue como contraponerme a él, a todo lo que había alrededor. Supongo que esa fue mi toma de consciencia, la comprensión de que soy una individualidad, de que poseo una personalidad. Hasta ese momento, crecía sin más, digamos, siguiendo el programa genético, conforme a lo que me fue concedido desde el nacimiento. En cambio, desde aquel momento, en cuanto adquirí consciencia de mi contraposición al mundo, este empezó a influirme. Y lo que había en mí poco a poco comenzó a modificarse, a labrarse, a pulirse bajo el inflijo del mundo exterior, de la grandeza de la vida que había a mi alrededor. Dicho de otra manera, mi experiencia, aquello que vivía, las situaciones en las que me encontraba, las elecciones que hacía, las relaciones que surgían con la gente, en todo ello se sentía cada vez más la presencia del mundo que bullía en torno a mí. Por eso he pensado que al relatar mi vida no hablo de mí, no tanto de mí… Porque de entrada la propuesta me ha parecido absurda: ¿a santo de qué voy a hablar de mí? No me considero, por ejemplo, más inteligente que los demás…, y en general, no entiendo por qué debería hablar de mí misma. Pero de mí como de un organismo que incluyó, absorbió, elementos de la vida exterior, de la compleja, contradictoria vida del mundo circundante, así tal vez cabría intentarlo. Y es que en este caso se perfila la experiencia de otra vida, de la vida en grande, pasada por el filtro individual, es decir, de algo objetivo. Y siendo objetivo, tal vez resulte valioso