Me estremecía entonces con el mismo estremecimiento que me sobrecogía con la lectura de los poemas llenos de ecos y de masacres, de las prosas deslumbrantes. Lo sabía: ahí tocaba algo semejante. Y sin duda esas palabras, pronunciadas no sin complacencia por un ser deseoso de subrayar la gravedad de la hora, pero demasiado poco instruido para saber decuplicarla fingiendo vencerla con una «agudeza», y reducido entonces, para marcar lo insólita que era, a hurgar en un repertorio que creía noble, ciertamente eran «literarias»; pero había mucho más: había la formulación, redundante, esencial y someramente burlesca —y, que yo sepa, una de las primeras veces en mi vida— de uno de esos destinos que fueron las sirenas de mi niñez, a cuyo canto acabé por entregarme, atado de pies y manos, en cuanto llegué a la edad de razón; esas palabras eran para mí una Anunciación y como una Anunciada, me estremecía por ellas sin penetrar en su sentido; mi porvenir se encarnaba, y yo no lo reconocía; no sabía que la escritura era un continente más tenebroso, más incitante y engañoso que África; el escritor, una especie más ávida de perderse que el explorador; y, aunque explorase la memoria y las bibliotecas memoriosas en lugar de dunas y selvas, que volver de allí repleto de palabras como otros lo están de oro o morir allí más pobre que antes —morir de eso— era la alternativa que también se ofrecía al escribano.