Raquel Vicedo Artero

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    El señor Brooks movió la nariz nerviosamente, pero el sargento Coulter, que era capaz de aplacar revueltas con una sola mano, no parecía alterarse lo más mínimo por la inoportuna llegada del pequeño
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    El niño es huérfano. Y viene a bordo del Haida Prince, sargento
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    Pero el único que había regresado vivito y coleando había sido él, el hijo del viejo sargento mayor.
    Levantó la vista hacia el monumento conmemorativo en el centro de la plaza del pueblo. Una sencilla barra alta de granito: «En memoria de nuestros chicos de la Isla», seguido de una larga lista de nombres. El único que no estaba era el suyo
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    No, ya no quedaban niños en la Isla. Las viudas y toda su prole se habían mudado a las ciudades, y no era de extrañar. En la Isla no había electricidad ni médico ni un miserable dentista. Había una iglesia, eso sí, pero solo daban misa unas cuantas veces al año, cuando el pastor venía de la vecina isla de Benares
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    Dos guerras mundiales habían desangrado, literalmente, la Isla. Ahora solo quedaban unos pocos granjeros y los cuatro viejos de siempre. Los viejos, extranjeros que vivían del dinero que les enviaban desde casa, jubilados de edad avanzada y antiguos aristócratas exiliados, que vivían con una elegancia pobre y encantadora
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    Sí. Una niña. Su madre trabajaba en la misma planta del hospital en la que estuve ingresada hace dos años.
    Sus ojos se movían rápidamente entre los pasajeros.
    —Viene a pasar el verano —añadió—. Es la primera vez que alguien se queda en mi casa, pero he pensado que no estaría mal probar. Me siento sola ahora que Per está fuera, en la mar, pescando
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    El fornido sobrecargo apareció llevando una chaqueta blanca llena de lamparones y jadeando en lo alto de la plancha, con un niño retorciéndose bajo cada brazo.
    —¡Llegó la hora, damas y caballeros! —gritó con el fuerte acento de la clase baja londinense—. ¡Final del viaje para los dos!
    Depositó a ambos niños en el suelo y dirigió un cómico saludo al Montado
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    El sargento Coulter pensó que nunca había visto a una niña tan absolutamente repulsiva. Y no es que le gustasen mucho los niños de ningún tipo. Solo eran adultos en miniatura, y como tales, había que tenerlos vigilados
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    Este es el sargento Coulter, querida, de la Real Policía Montada del Canadá, y yo soy el señor Brooks. Soy el encargado de la tienda. Bienvenida a la Isla
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    Christie volvió a mirarlo fijamente de arriba abajo, desde la punta del sombrero de ala ancha hasta las botas relucientes. Entonces sonrió y su expresión se volvió radiante
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