Vincenzo Latronico

Los propios estadounidenses no se sorprendían al llegar a una capital lejana y encontrarse, ya dispuesta y lista para acogerlos, una comunidad de personas que discutían en su mismo idioma sobre la política de su país natal.

Lo mejor para el parque de Tempelhof era que siguiera siendo exactamente lo que era, un contenedor de futuros posibles.

En ocasiones, esa idea los atravesaba como un rayo de angustia, como si la solidez de la vida que se habían construido no dependiera más que de un accidente cronológico.

¿Qué estaban haciendo allí? No era su ciudad de origen lo que echaban tanto de menos, sino algo que allí habían dado por descontado.

Vivían en un mundo en el que todos aceptaban una raya de cocaína, pero nadie era médico o pastelero o taxista o profesor de instituto. Transitaban exclusivamente por apartamentos llenos de plantas y por cafeterías con un wifi excelente. A la larga era inevitable convencerse de que no existía nada más.

Para las generaciones anteriores había sido mucho más fácil entender quién se era, de qué parte se estaba.

Hoy las opciones eran demasiadas y cada una de ellas se extendía en una selva de bifurcaciones que acababa excluyendo cualquier posibilidad de cambio drástico.

Anna y Tom envidiaban no solo a quienes habían podido luchar por un mundo radicalmente distinto, sino incluso a quienes habían sido capaces de imaginarlo.

o solo del modo abstracto en que les concernían las injusticias lejanas.

Los centros de acogida para quienes sobrevivían al viaje eran tiendas de campaña o aparcamientos con contenedores prefabricados, devastados por el sol y cercados con concertinas.