Ottessa Moshfegh

la tristeza con forma de luna de sus ojos.

Picasso hizo bien al empezar a pintar a los tristes y abatidos. Los azules. Miraba por la ventana su propia miseria. Aquello era respetable.

aquellos pintores de fruta solo pensaban en su propia mortalidad, como si la belleza de su obra pudiese aplacar de alguna forma su miedo a la muerte.

¿Fueron noches plagadas de pesadillas? Quizá sí entendieron que, en realidad, la belleza y el significado no tenían nada que ver la una con el otro. Quizá vivieron como auténticos artistas, sabiendo todo el tiempo que no había puertas al paraíso. Ninguna creación ni ningún sacrificio llevarían a nadie al cielo. O quizá sí.

En la humedad que transportaba el viento cálido se mezclaba el sudor de la ciudad con la porquería y la mugre con la embriagadora exuberancia fragante de la hierba y los árboles. Las cosas estaban vivas. La vida zumbaba entre los tonos verdes, desde los pinos oscuros y los helechos flexibles al musgo amarillo lima que crecía en una roca gris enorme y seca. Saltamontes de color miel y el fulgor amarillo de los ginkgos. ¿Qué tenía de malo el color amarillo? Nada.

Respiré y caminé y me senté en un banco y observé cómo una abeja sobrevolaba en círculos las cabezas de un rebaño de adolescentes que pasaba. Había majestuosidad y gracia en el lento balanceo de las ramas de los sauces. Había bondad. El dolor no es la única piedra de toque del crecimiento, me dije a mí misma.

me burlaba de todo y me trastornaba. Era demasiado para mí

Me alejaba de cualquier cosa que pudiera despertarme el intelecto o darme envidia o ansiedad.

Estaba tan obsesionada con las marcas, la aprobación, el «encajar».

Y al final, lloraba por su madre.

—Ya no puedo hablar con ella como antes. Estoy tan triste. Me siento tan abandonada. Me siento muy muy sola.