En su libro Boquita, el cronista argentino Martín Caparrós define su condición de fanático del fútbol así: “A veces me siento prisionero de una sinrazón y amago preguntarme por qué tanto; a veces soy consciente de que llegar a ese grado de apasionamiento por la forma en que once muchachos patean un cacho de cuero es indefectiblemente idiota, pero disfruto de poder hacerlo, de poder suspender el juicio durante esos noventa minutos, de poder ser un nardo que se entusiasma por algo que la razón no justifica. Es el espacio de la salvajería feliz. Y no hay tantos. Sospecho tres: la mesa, la cama y la tribuna. Y los dos primeros producen discursos tanto más complejos. Uno puede organizar su vida alrededor de lo que hace en la cama o entender la historia del mundo y la cultura alrededor de lo que hay sobre la mesa. En cambio, el fútbol no tiene nada de eso. Los noventa minutos de un partido son un tiempo de lo más intenso y, a la vez, perfectamente improductivo, inútil. Y eso es, para mí, lo mejor que tiene”