Una noche J. se había desvelado pensando en los problemas de la finca. La perra ladraba afuera incansablemente, asfixiándose con el collar, furiosa, como si alguien anduviera por ahí. Nadie andaba por ahí, por supuesto, el animal podía ladrarle de esa forma a un cocuyo, a un murciélago, a la luna. De pronto J. sintió como si un líquido oscuro empezara a acumulársele en el cerebro. Enceguecido, se levantó de la cama y agarró la escopeta. Casi inconsciente por el odio salió a la playa y caminó hasta el poste donde estaba el animal. Sin pensarlo un segundo le descerrajó dos tiros en la cabeza, que retumbaron en la selva, y la perra quedó muerta en el acto, hecha un ovillo. Sin decir nada, J. fue por la pala y caminó hasta el corral, donde empezó a cavar. Al momento llegó Gilberto con otra pala y le ayudó en silencio. Durante un rato Elena los miró trabajar desde el corredor y después se acostó.