Estúpidos recuerdos. Agarré la manecilla blanca de metal y abrí la portezuela, pero me detuve al oírlo.
—Se cuelan sin darte cuenta, y te dejan sin aliento —susurró, como un alma en pena que se despedía de sus seres queridos. Su voz era más suave que antes, profunda y con un deje áspero, pero esta vez el sonido desprendía algo de inocencia—. Los recuerdos y los pequeños detalles como ese.