Mientras mi vista resbalaba por su cuerpo, sentía el deseo de escupirle. Sus pechos eran firmes y redondos como las cúpulas de los templos hindúes, y yo estaba tan cerca de ella que podía percibir la fina calidad de su piel y el brillo del sudor alrededor de sus erectos y rosáceos pezones. Quería, a un mismo tiempo, salir huyendo de la estancia, o que el suelo me tragara, y, también, acercarme a ella, ocultarla a mi propia vista y a la vista de los demás con mi cuerpo, sentir la suavidad de sus muslos, acariciarla y destruirla, amarla y asesinarla, huir de ella, pero, también, sentir en mi cuerpo el contacto de aquella parte situada allí, más abajo de la pequeña bandera norteamericana tatuada en su vientre, allí donde los muslos formaban una uve mayúscula. Y tenía la idea de que la mujer tan sólo dirigía a mí, entre cuantos estábamos en el salón, su mirada impersonal.