Los árboles caídos también son el bosque

Y la flor, abierta como una boca que grita. Muda de sentido en su belleza.

Mi hijo solo, con su metro de estatura, sus piernas de leche, sus movimientos imposibles como si no tuviera músculos sino que fuese movido por alguna fuerza interna, como se mueve el agua o el viento.

Lo veo y siento miedo. Una aguja de miedo. Es algo que ha nacido en mí junto con él, este miedo. Un miedo tan real que puedo tocarlo como toco el alambre. Tiene púas.

Grito el nombre de mi hijo. Me mira. Está quieto.

El carnero nuevo se separa de la manada y corre hacia él. La muerte es un animal que corre hacia mi hijo quieto. El carnero pega un salto y lo roza. Los hombres corren.

Amanezco antes que el sol. Camino descalza por la casa y me siento frente a la ventana. El verano se está yendo.

Ahora, todo parece quieto. Como pasos, algo late.

Miro la palabra “parto” por todos lados, como si fuera un cubo.

Todas las mujeres tenemos un secreto, desde niñas. No importa de qué está hecho, nos constituye, como nos constituyen la espera y el silencio.

Vuelvo a casa, descorro las cortinas, levanto las persianas, abro las puertas de vidrio del balcón. Mi silla está sola.

Cierro los ojos y siento el aire. Lo que veías vos, yo también puedo verlo ahora.

Yo tenía la sensación de que había algo que no decías. Pero ¿quién no tiene secretos, quién no da sino sus propias versiones de las cosas? ¿Quién no se muestra también en lo que oculta de sí mismo?

Recreo en mi memoria las imágenes de esos objetos que conozco. Luego intento pensar si fueran solo lo que toco, lo que huelo, lo que oigo, sin lo que veo.

¿Qué sería cada cosa que es? Una piedra, por ejemplo, su lenta temperatura, su dureza, su forma única. ¿Una mariposa? El aleteo, el aire que se mueve en olas diminutas.

¿Qué cosas me parecerían bellas si no pudiera verlas?

En la oscuridad el tiempo se desordena, no se agarra de las cosas. El espacio en cambio se expande. También el miedo. Los ruidos adquieren otros significados, como cuando caminamos por un cementerio. Estamos más solos. Se apagan los espejos. La oscuridad es la tierra de los monstruos. Pero no es necesario esconderse. Tampoco posible. La oscuridad es una especie de intemperie.

Por unos días seguimos solo con la música. De Beethoven pasamos a Satie, y de su piano solo al de Bill Evans. De él al de Keith Jarrett, con contrabajo y batería primero y luego haciendo las Variaciones Goldberg, que inevitablemente nos devolvieron a Glenn Gould, con quien habíamos comenzado.

Al contártelos mis palabras echaban luz sobre los hechos y yo podía verlos de otra manera. Mi vida como un camino para llegar adonde estaba en ese momento. No habría entendido nada de eso si vos no hubieras estado del otro lado del vidrio.