La quietud de la celda se prestaba para seguir su consejo. A las siete de la noche cortaban la luz y se quedaba tumbado en el catre oyendo las lejanas pisadas de los celadores. Entonces reñía consigo mismo. Era un estúpido por haberse creído ruin alguna vez. Después de tanto sufrir por culpas insignificantes o imaginarias, terminaba pagando una culpa ajena como Nuestro Señor Jesucristo. Ya eres víctima, estúpido, ¿qué más quieres? Ahora tienes la conciencia como nalga de bebé. Serías muy cretino si después de esto vuelves a mortificarte por algo.
Al tercer día de su traslado al Reclusorio Norte, cuando ya creía tener el alma blindada, le tocó hacer la fajina de baños. Vio los charcos de orina, las montañas de mierda en los excusados, las moscas revoloteando en los basureros y se volvió hacia el vigilante con una súplica en la mirada.
—¿Qué, muy delicadito? Pues si no quieres atorarle te sale en un tostón.
Pagó la mordida sin titubear.
—¿Y ahora quién va a hacer la limpieza?
—Por eso no te preocupes —el vigilante se guardó el billete—, aquí sobran jodidos que no tienen para la cuota.
Guillermo volvió a su celda con el estómago revuelto. Se había despertado la regañona de siempre.