Toda Pasión Apagada

Mientras miraba a Genoux, que permanecía allí contando imperturbable estos sufrimientos del pasado, se preguntó qué heridas eran más profundas: las desgarradas heridas de la realidad, o las hondas e invisibles magulladuras de la imaginación.

En la medida de sus conocimientos, él le dio todo lo que usted podía desear. Solamente la mató, nada más. Los hombres suelen matar a las mujeres. A muchas mujeres les gusta que las maten; eso creo. Al ser una mujer, imagino que incluso usted disfrutó en cierto modo con ello

Qué divertido será —le había dicho a Henry mientras, de pie junto a la cuna, miraban a Herbert envuelto en la mosquitera— cuando empiece a escribirnos cartas desde el colegio.

A Henry no le había gustado esa observación; ella adivinó inmediatamente su reproche. Henry pensaba que todas las mujeres de verdad debían preferir a sus hijos indefensos, y lamentar el día en que empezaran a crecer. Debían preferir las camisitas a los trajes cortos; estos a los pantalones cortos y estos, a su vez, a los pantalones largos. Henry tenía unas ideas claras y masculinas sobre las mujeres y la maternidad. Aunque orgulloso en secreto de sus pequeños hijos cada vez mayores, fingía, incluso para sí, que por ahora eran únicamente incumbencia de su madre. Por lo que ella, naturalmente, se había esforzado en adoptar esos puntos de vista

Pero ¿dónde, en un programa semejante, había sitio para un estudio?

No estaría bien que Henry regresara una tarde y se encontrara con una puerta cerrada. No estaría bien que Henry, en busca de tinta o papel secante, saliera irritado de su habitación para oír que mistress Holland estaba ocupada con un modelo. No estaría bien que Henry fuera nombrado gobernador de alguna colonia lejana, y ella le dijera que desgraciadamente el maestro de dibujo vivía en Londres. No estaría bien, en caso de que Henry quisiera otro hijo, que ella le comunicara que acababa de emprender un curso especial de estudio. No estaría bien, en semejante mundo de presunciones, presumir que ella tenía los mismos derechos que Henry. No era para estos privilegios para los que se había instituido el matrimonio.

Suponía que no estaba enamorada de Henry pero, incluso aunque lo hubiera estado, no era capaz de ver en eso ninguna razón para renunciar por completo a su existencia como ser independiente. Henry estaba enamorado de ella, pero nadie sugería que renunciara a la suya. Por el contrario, parecía que, al conseguirla, simplemente estaba añadiéndole algo extra.

Sí, esa era ella, Deborah Lee, no Deborah Holland, ni Deborah Slane

Lady Slane, que podría haberse dedicado a la pintura, era capaz de apreciar sus efectos

sesenta y ocho de Herbert

—Cállate, Mabel —dijo Herbert. Era rara la ocasión en que se le había oído dirigir cualquier otra frase a su mujer, y Mabel tampoco solía conseguir pasar de las cuatro o cinco palabras iniciales