Tan pronto como se ha comprendido que las respuestas afectivas al valor son de naturaleza plenamente espiritual, desaparecen numerosos problemas artificiales que han causado muchos quebraderos de cabeza en la historia de la filosofía; por ejemplo, el desesperado intento de salvar la espiritualidad del amor reinterpretándolo como un acto de voluntad y despojándolo de su carácter afectivo. San Agustín vio esto de manera muy clara en ese maravilloso pasaje de su Tractatus in Ioannem en que habla sobre la frase de Cristo de que solo podemos venir a él «si el Padre nos atrae» (Jn 6, 44). Él supone que se le objetará que, si somos atraídos, no somos ya entonces libres, y muestra cuán falso es esto cuando exclama: «Parum est voluntate, etiam voluptate traheris» (sería poco que te atrajera solo por la voluntad; también por la afición ha de atraerte) [1]. No cabe poner de relieve más claramente la diferencia entre un auténtico acto de voluntad y una respuesta afectiva al valor.