Razón de las sinrazones

El tiempo transcurrió en vano,
mientras la gente vivía y moría,
como si estuviera soñando.

El día que te ibas

me temblaba el corazón

como hierba tierna.

Entre ayer y hoy

deja de llover

y se despeinan las nubes:

la cabellera aún mojada.

Las acacias estaban en flor y ocurría en la mañana de un día de mayo.

Un perro ladra. Ladra otro perro en otra parte. Dos ladridos entrechocan, sangran en alguna parte no muy alta del cielo nocturno. Un perro se muere y otro perro sobrevive a duras penas. Al perro que vive, le sale de pronto en su garganta una cola larga, triste, tristísima, y va siguiendo detrás, sin cesar, al perro que ha matado.

Tengo mi bolsillo vacío. Se me escapó con un ruido “tin”, la última moneda que me quedaba. Nada echo de menos. El mundo no pesa ni se aligera. Si digo “No”, no es más que “No”. Entre paréntesis, basta desmayarse o despertarse. Quiero decir, un higo se hace higo en el otoño, y yo me haré, eso es, un viejo nihilista, claro que sí, una oscuridad infintamente clara.

El pájaro en un árbol siempre verde,

en la punta de la rama del árbol pequeño,

y el viento, junto a la luna diurna,

lejana, muy lejana,

o junto al coche a la entrada de la calle recién despertada,

y el cielo, acompañado de un burro tierno,

camina también por el huerto de uvas del este

antes del amanecer.

El cielo se fue

de paseo

hacia el sur

y, más allá, el cielo de invierno

cubre grave

la catedral de Toledo.

Un árbol alto, todo florido,

tiembla solo.

En la punta del árbol, casi en el aire,

un manojo de flores desgastadas:

Se oye cantar un grillo en el último mes del año.

Y ¿dónde se habrá ido

el sonido ronco de la viola

junto al crepúsculo del río Ebro?

El español que se oye en el lobby del hotel

es de color añil,

tal como lo he pensado

en Seúl.