La casa de los suicidios

Esperé. La mujer se quedó mirándome.

—Hay más. No dejé de hacerlo, después de mi hermano.

Pero me recordé que no debía confundir eficiencia con simplicidad. Esto me resultaba fácil solamente gracias a mi diligencia. Me resultaba fácil solo porque yo había trabajado para que así lo fuera.

derretía, granulado y opalescente. Justo la mezcla ideal de luz y sombra para permitirnos ver lo que hacíamos, pero no dar indicios de nuestra presencia. Me agaché y coloqué mi moneda sobre el raíl. Mi hermano hizo lo mismo. Esperamos. Las primeras veces que habíamos ido, dejamos las monedas sobre los raíles y bajamos corriendo el terraplén para ocultarnos en las sombras. Pero pronto descubrimos que en el anochecer nadie nos veía. Con cada

una vela encendida era la única forma de mantener lejos al Hombre del Espejo.

—Hay más. No dejé de hacerlo, después de mi hermano.

descubrimiento consiste en ver lo que han visto todos los demás y pensar lo que nadie más ha pensado.
Albert Szent-Györgyi

—En el diario tienes permitido preocuparte —dijo la doctora Hanover—. Es allí donde puedes volcar el estrés. Deberías pasar la ansiedad, la ira y los miedos a esas páginas, así, cuando cierras el diario, todo eso queda allí y no interfiere con tu vida cotidiana.

Intentó canalizar sus sentimientos hacia un rincón de la mente donde pudiera cubrirlos, almacenarlos y mantenerlos alejados como hacía con otros pensamientos inquietantes que la bombardeaban constantemente y

había comenzado a preguntarse si no necesitaría prestar más atención a su vida. Tal vez un reajuste de prioridades y autorreflexión sobre las cosas que le importaban.

Sobre el regazo tenía la disertación de Lane de la época en la que había estudiado para el doctorado; su prominente título, Hay quienes eligen la oscuridad, funcionaba como cuando alguien cuelga un búho de plástico del lateral de una casa para espantar a los pájaros carpinteros. Por si fuera poco, Rory llevaba puesta una mascarilla. Un vistazo a la pasajera del 2A daba la impresión de estar frente a una asesina en serie que leía un manual de cómo matar a sus víctimas y que, o bien estaba tratando de mantener alejados los virus y bacterias que flotaban en el aire, recirculado el tiempo suficiente como para poder cometer su próximo asesinato, o bien había contraído la plaga ella misma.