El cristianismo era entonces una fe en avance, joven, sin poder ni prestigio social, confiado sólo en sus fuerzas espirituales y en el carácter moral de sus hombres, abierto a todos para demostrar su legitimidad, mientras que el cristianismo actual es en muchas ocasiones no soñador, sino añorador de tiempos pasados de privilegio, de aceptación y dominio social, obsesionado no por las nuevas fronteras que se le abren, sino por conservar mezquinamente privilegios y reparar grietas que en lugar de cerrarse se ensanchan.