Siempre que se presentaba la oportunidad, era preciso infundir un porqué —un objetivo— a su vida, con el fin de fortalecerlos para soportar el terrible cómo de su existencia. Pobre del que no percibiera ya ningún sentido en su vida, ninguna meta, ninguna intencionalidad y, por tanto, ninguna finalidad para seguir viviendo: ese estaba perdido.