Le gustaría quererla más. Le gustaría dar la vida por ella sin pensarlo un segundo. Entregarle el corazón, los riñones, las tripas, los pezones, el coño, la sal de la vida y más, hasta quedarse seca, para así demostrar su amor caníbal, su amor muérdelotodo de mamá feliz. Le gustaría, sí, pero no puede, aunque sabe que hay algo cálido y amargo en el hecho de abrazar aquel cuerpecito. Esa calidez y esa amargura nacen en el cuello de Aricia, en las conexiones nerviosas que antes creía muertas y que ahora vuelven a latir de manera desacompasada, en la cavidad que a veces se amplía y otras se recorta, como si no estuviera segura de dejar ir la cabeza o retenerla cerca.
No es odio. Tampoco amor. En cualquier caso, es un odio cansado y un amor de hormiga fantasma. Si existe una definición para lo que siente, esta es la que más se acerca a la realidad. Aricia tampoco tiene demasiado tiempo para poner en blanco y negro lo que experimenta por la hija.