Me daba miedo morir. Sentía la inminencia de la muerte hasta tal punto que, la segunda noche después de la emboscada, tendido al fondo del carruaje, creí que había llegado el final. Se apoderó de mí el ansia de moverme, de escapar, de ir con mi madre para cerrar los ojos entre sus brazos, para pedirle perdón por no estar a la altura de sus expectativas, todavía misteriosas, inexpresadas, lejanas. Y quizá precisamente por eso tan devastadoras.