Aunque las luciérnagas tenían una vida efímera, me parecían más perdurables que yo porque estaban destinadas a reaparecer en el mismo lugar al año siguiente –a pesar de que no serían las mismas–, cuando nosotros ya no estuviéramos. Éramos seres que sólo disponían de un año de vida en ese mundo, el mundo de la Villa. Los árboles, los insectos, las piedras, todo permanecería salvo nosotros, que estábamos de paso en aquel mundo-Villa.