El hombre se detuvo; un hombre bajo, enhiesto y vigoroso, envuelto en un albornoz de lana blanca. Sobre los pliegues de la capucha caída, el rostro era atezado y rojizo, de nariz aguileña, con una mejilla marcada por negras cicatrices. Los ojos eran brillantes y fieros. Sin embargo, habló con dulzura.