¿Quién le ha hecho creer que este admirable movimiento de la bóveda celeste, la luz eterna de esas luminarias que giran tan por encima de su cabeza, los movimientos admirables y terribles del océano infinito, han sido establecidos y se prosiguen a través de tantas edades para su servicio y conveniencia? ¿Se puede imaginar algo más ridículo que esta miserable y frágil criatura, quien, lejos de ser dueña de sí misma, se halla sometida a la injuria de todas las cosas, se llame a sí misma dueña y emperatriz del mundo, si carece de poder para conocer la parte más ínfima, y no digamos para gobernar el conjunto? (Essais, II, cap. XII.)