María Sabina fue mucho más que una curandera indígena: “soy sabia desde el vientre mismo de mi madre, que soy mujer de los vientos, del agua, de los caminos, porque soy conocida en el cielo, porque soy mujer doctora”. Nacida a fines del siglo xix en la región oaxaqueña que hoy conocemos como Cañada, tuvo la dura infancia de los campesinos pobres: hambre crónica, faenas agrícolas, matrimonio adolescente. Descubrió por sí misma el poder curativo de ciertos hongos, los «niños santos”, que, mediante visiones luminosas, le transmitieron el conocimiento milenario que ella habría de emplear para curar a cientos de personas sufrientes. Casada dos veces y dos veces viuda, tuvo muchos hijos pero casi todos fallecieron pronto. A mitad del siglo xx, su fama se disparó fuera de su entorno inmediato debido a su encuentro con Robert Gordon Wasson, exitoso banquero que habría de convertirse en el pionero de la etnomicología; a partir de ahí, Huautla se volvió lugar de peregrinación de hippies, científicos, escritores, gente en pos de un estado alterado de conciencia, y durante su vejez María Sabina padeció el activo rechazo de sus vecinos por haber compartido sus saberes.
Álvaro Estrada ofrece en estas páginas una especie de autobiografía oral de “la sabia de los hongos”. Tras unas largas conversaciones en mazateco y luego de atestiguar los rituales de los que ella se valía, el autor logra presentar al mundo occidental una cosmovisión fascinante en la que la sencillez y la crudeza de una vida llena de dificultades se enhebran con relatos de gran misticismo. Vida de María Sabina es el irrepetible testimonio de una forma de entender la salud, las relaciones entre la naturaleza y el carácter humano, entre lo terrenal y lo trascendente; gracias a las transcripciones y la traducción de Estrada, los lectores de hoy pueden acercarse a las palabras sanadoras —e incluso poéticas— de la célebre chamana del sur de México.
Según Octavio Paz, este libro —traducido al inglés, el francés, el italiano y el portugués, entre otras lenguas— es un «documento extraordinario cuyo interés es doble: antropológico y humano». Sin duda, la empatía que se estableció entre Estrada y María Sabina resultó clave para ello: para el descubridor del LSD, Albert Hofmann, «sólo gracias a la relación personal y cultural del autor con la gran chamana pudo hacerse un retrato tan vivo y veraz de esta mujer extraordinaria».