Víctor pasó toda su vida erigiendo un personaje mientras reclutaba para su obra a todos a su alrededor como lo que era, un extraordinario director de teatro. Condicionado por su dislexia que le hacía pasar por tonto, por las fiebres reumáticas que le pronosticaron una vida corta, por su cara de niña que tapó en cuanto pudo con una poblada barba y por el amor de Teresa que le hizo un discapacitado funcional toda su marxista, Víctor fue, ladrillo a ladrillo, construyendo la figura de un gigantesco escritor que trascendería las fronteras de la tierra y del tiempo y que fascinó a los que a él se acercaban para formar parte de una obra teatral coral donde todos actuaban según las directrices del director. Cuando se salían del papel, dejaban de ser interesantes y se volvían personas corrientes de una vida corriente en un pueblo poco corriente del norte de Cáceres. Lo malo es que tan grande hizo al personaje que muchas veces saltaba y saltaba y no le llegaba. Pero no solo él. El marketing editorial de la época le encumbró a las más altas cimas de la creación en las letras. Y se lo creyó. Se dio cuenta a tiempo de rectificar, pero después de elaborar todas sus obras. Esta obra es un diálogo con ese personaje de ficción que él elaboró, por eso le llamo de usted, porque no estoy hablando con Víctor, sino con su personaje. La barba que ocultaba su púber imagen se justificó como «barba revolucionaria» de los sesenta que le hizo pasar por rojo mientras, entre nos, criticaba ferozmente a Marx por ser un vago redomado que mató de hambre y frío a sus hijos. Actuaba como lo que era: el hijo de un probo y eficiente secretario de ayuntamiento franquista frente al que pugnaba continuamente por reivindicarse. Lo que mejor retrataba al Víctor real era la relación tortuosa con su familia. Una relación víctima de las fricciones insoportables entre lo que quedaba de persona y el personaje que le asfixiaba, frente a quienes, obviamente, no podía engañar. Maestro de los tiempos en el escenario, mantuvo separados a los diferentes personajes en la obra de su vida, entrando y saliendo cuando a él le parecía y sin dar explicaciones más que a la muerte. Una muerte que le alcanzó, muchísimo más tarde de lo que le diagnosticaron de joven, porque «tendré que hacerle caso a mi médico». Nunca aprendió que no era sano hacerle mucho caso a su médico. Conseguí que sus últimos veinte años los empleara en reescribir su obra. Pero no toda. Sólo lo logré con sus dieciséis novelas para que cuando el mundo vislumbrara al monstruoso personaje, no viera que no sabía escribir. Este obra es el resumen de ese monstruo que edificó tal y en la imagen que Víctor quería que fuera conocido por las futuras generaciones. Sin embargo, su obra perfecta nunca saldrá de mi casa. Al final del día, ellos dos, persona y personaje, serán lo que yo escriba de ellos. ¿Puede haber algo más triste? Sí, que nadie escriba sobre ti y solo te recuerden, y poco, vagos, oportunistas y otras gentes de mal vivir.