Miguel Hernández fue uno de los poetas decisivos de la primera mitad del siglo XX. Su figura es múltiple y en él confluyen muchos artistas: el poeta barroco, el poeta social, el poeta antibélico, el poeta del dolor y de la muerte… Y así la lista podría continuar. Fue también llamado el poeta pastor porque ejerció ese oficio en su Orihuela natal. Vivió sólo 31 años. Fue apresado por el franquismo, castigado por la tuberculosis y la desnutrición. Cuando estaba en la cárcel, su mujer Josefina Manresa le mandó una carta en la que le decía que sólo tenían pan y cebolla para comer. Como respuesta, el poeta compuso “Nanas de la cebolla”. En esta carta, un jovencísimo Miguel Hernández le escribe a Juan Ramón Jiménez, que ya era un poeta consagrado y que, décadas después, ganaría el Nobel de Literatura. Le cuenta que es pastor, que escribe poesía y que le gustaría viajar a Madrid para conocerlo y leerle algunos versos. Es una carta preciosa, en la que se ve, de forma vívida, su amor por la naturaleza y su atracción por la palabra poética. Lee el actor y locutor Carlos Toral Conde.
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Orihuela, noviembre de 1931
Venerado poeta: Solo conozco a usted por su «Segunda Antología» que -créalo- ya he leído cincuenta veces aprendiéndome algunas composiciones. ¿Sabe usted dónde he leído tantas veces su libro? Donde son mejores: en
la soledad, a plena naturaleza, y en silenciosa, misteriosa llorosa hora del crepúsculo, yendo por senderos empolvados y desiertos entre
sollozos de esquilas. No le extrañe lo que le digo, admirado maestro; es que soy pastor. No mucho poético, como lo que usted canta, pero sí un poquito poeta. Soy pastor de cabras desde mi niñez. Y estoy contento de serlo porque, habiendo nacido en casa pobre, pudo mi padre darme otro oficio y me dio este que fue de dioses paganos y héroes bíblicos. Como le he dicho, creo ser un poco poeta. En los prados por que yerro con el cabrío ostenta natura su mayor grado de belleza y pompa; muchas flores, muchos ruiseñores y verdones, mucho cielo y muy azul, algunas majestuosas montañas y unas colinas y lomas tras las cuales rueda la gran era del Mediterráneo. Por fuerza he tenido que cantar. Incluso, tosco, sé que escribiendo poesía profano el divino arte... No tengo culpa de llevar en mi alma una chispa de la hoguera que arde en la suya. Usted, tan refinado, tan exquisito, cuando lea esto, ¿qué pensará? Mire: odio la pobreza en que he nacido, yo no sé... por muchas cosas... Particularmente por ser causa del estado inculto en que me hallo, que no me deja expresarme bien claro, ni decir las muchas
cosas que pienso. Si son molestas mis confesiones, perdóneme, y... ya no sé cómo empezar de nuevo. Le decía antes que escribo
poesías... Tengo un millar de versos compuestos, sin publicar. Algunos diarios de la provincia comenzaron a sacar en sus páginas
mis primeros poemas, con elogios... Dejé de publicar en ellos. En provincia leen pocos los versos y los que los leen no los entienden. Y heme aquí con un millar de versos que no sé qué hacer con ellos. A veces me he dicho que quemarlos tal vez fuera lo mejor. Soñador, como tantos, quiero ir a Madrid. Abandonaré las cabras -¡oh, esa esquila en la tarde!- y con el escaso cobre que puedan darme tomaré el tren de aquí a una quincena de días para la corte ¿Podría usted, dulcísimo Juan Ramón, recibirme en su casa y leer lo que le lleve? ¿Podría enviarme unas letras diciéndome lo que crea mejor? Hágalo por este pastor un poquito poeta, que se lo agradecerá eternamente.
Miguel Hernández
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