La lluvia del otoño cae en la casa.
A la luz vacilante, la abuelita,
se sienta en la cocina con su nieta
y, acomodada al lado de la estufa,
lee los chistes en el almanaque
y habla y ríe para esconder sus lágrimas.
Piensa que sus equinocciales lágrimas
y la lluvia en el techo de la casa
a ambas las anunciaba el almanaque
aunque sólo lo sepa una abuelita.
La pava canta encima de la estufa.
Corta pan y después dice a su nieta:
“Es la hora del té”, pero la nieta
mira en la pava las pequeñas lágrimas
que bailan como locas en la estufa
como la lluvia encima de la casa.
Mientras está ordenando, la abuelita
cuelga sobre el piolín el almanaque
astuto. Como un ave, el almanaque
planea a medio abrir sobre la nieta;
también planea sobre la abuelita
y su taza de té llena de lágrimas.
Tiembla y dice: “Qué frío hace en la casa”
y luego mete más leña en la estufa.
“Estaba escrito así”, dice la estufa.
“Sé lo que digo”, dice el almanaque.
Con un crayón, la nieta hace una casa
y un caminito, y luego hace la nieta
un hombre con botones como lágrimas
y le muestra orgullosa a su abuelita.
Pero en secreto, mientras la abuelita
está ocupada al lado de la estufa
y las pequeñas lunas, como lágrimas,
caen del interior del almanaque
al cantero con flores que la nieta
con esmero plantó frente a la casa.
“Plantar lágrimas”, manda el almanaque.
La abuelita le canturrea a la estufa
y hace la nieta otra sombría casa.