Del 68 tenemos la memoria indeleble del sacrificio de los jóvenes en Tlatelolco, así como los testimonios de algunos de los actores. Pero del 68 se nos ha olvidado algo, precisamente lo más importante, justo lo que se quiso ahogar a sangre y fuego: el estallido de vitalidad, de creatividad, de –en una palabra— imaginación que de pronto sacudió a un país autoritario, hipócrita, mortecino y encerrado en sí mismo. El poder mató a los jóvenes y atemorizó al país argumentando que era víctima de una conspiración: a ratos comunista, a ratos de la CIA, a ratos de los “filósofos de la destrucción” y, en todos los casos, de los “enemigos de México”. Pero el Poder no enfrentaba ningún enemigo conspirativo; quien lo desafiaba era más bien su Imaginación: el deseo de pensar de un modo diferente, las ganas de vivir de una manera distinta, la necesidad de discutir y la voluntad de disentir. Mucho de lo que se vivió aquel año ha quedado extraviado en los recuerdos individuales y opacado, desde luego, por la violencia asesina del gobierno. Pero permanece escrito con todas sus letras –tan fresco como hace cincuenta años— un testimonio invaluable de la época: lo que se opinó, lo que se consignó, lo que se criticó, lo que se tradujo (de Francia, Argelia, Checoslovaquia, Estados Unidos, etcétera); en suma, todo lo que se reflejó y se aventuró, en unos pocos medios, del espíritu del momento.