En el tono airado y vitriólico de los misántropos, y sin orden previo alguno, el narrador del subsuelo, un revirado funcionario medio de la ciudad de San Petersburgo, da cuenta, a sus cuarenta años, de ciertos aspectos de su vida en un convulsivo desgrane de recuerdos. Su discurso lo destina a la humanidad entera y oscila entre el ensayo filosófico y la representación en secuencias de su personalidad pusilánime y enferma. Pero su objetivo es el de rechazar, con un acento obsesivo, el orden inclemente que le niega un sitio en el mundo. Paradigma de los desplazados, de los huraños, de los solitarios, este narrador del subsuelo es también la imagen del hombre moderno, habitante de ese semisótano que resulta ser el hermetismo individualista. Fiódor Dostoievski (1821–1881) construyó a este personaje de una pieza en un texto magistral, las Memorias del subsuelo (1864), que ahora se traduce por vez primera íntegramente del ruso al castellano. Conocedor como nadie de los mecanismos de la humillación y de los entresijos de la mente humana, el escritor ruso reviste las palabras de su héroe de una violencia rencorosa que nos afecta como si tales palabras nos las dirigiera un hermano desgraciado.