Las relaciones entre Estados Unidos y el resto de los países se remontan, lógicamente, al origen de la historia norteamericana, pero la Segunda Guerra Mundial marcó una línea divisoria decisiva, de manera que empezaremos en ese punto. Mientras que la mayoría de nuestros rivales industriales fueron gravemente debilitados o totalmente destruidos por la guerra, Estados Unidos se benefició enormemente de ella. Nuestro territorio nunca sufrió un ataque directo, y al mismo tiempo la producción se multiplicó por tres. Incluso antes de la guerra, Estados Unidos ya era de lejos la primera potencia industrial del planeta, y lo era desde principios de siglo. Poseía el 50% de la riqueza mundial y controlaba ambas orillas de ambos océanos. Nunca había habido una potencia tan poderosa y con tal control del mundo. La élite que dictaba la política norteamericana era consciente de que el nuevo EEUU que surgiría de la Guerra se iba a convertir en la primera potencia global del planeta, y ya durante la guerra e inmediatamente después de ella planificaron cuidadosamente el diseño del paisaje de la posguerra. Ya que estamos en una sociedad abierta, podemos estudiar sus planes, que, por otra parte, eran claros y diáfanos. Los políticos norteamericanos, desde los del Departamento de Estado a los del Consejo de Política Exterior —uno de los canales de mayor influencia de los intereses económicos en la determinación de la política exterior—, estaban de acuerdo en que el dominio de Estados Unidos debía mantenerse. Pero había un amplio espectro de opiniones diversas sobre como conseguirlo.