La convivencia de las personas con los animales se reduce hoy a las mascotas. Hasta no hace mucho era corriente comprar pollos y gallinas vivos, o criarlos; la leche se obtenía recién ordeñada de la vaca, y el murmullo de la ciudad iba ritmado por el sonido de los cascos de los caballos. La idea misma del zoológico convencional y del circo con tigres, leones y elefantes, tan cotidiana para los niños de otras épocas, son hoy algo exótico y mal visto.
El animal ya no convive con nosotros, porque después de haber usado y abusado de él de todas las maneras imaginables, ahora intentamos restaurarlo a un paraíso terrenal del que idealmente el ser humano debería estar ausente. Pero lo que está progresivamente ausente es el animal: especies desaparecidas o en vías de extinción. Desde los inicios prehistóricos, el animal habitó la imaginación del hombre y le ayudó a reflexionar sobre sí mismo, sobre su lugar en el mundo y en el universo, en ese cielo estrellado donde habitan osas, perros y cangrejos… Lo animal habita en la lengua y en el refranero popular. Por eso la literatura exhibe una estrecha relación con los animales, imaginando un universo en el que hablan e incluso actúan como humanos. Las metamorfosis y mutaciones animal/humano sirvieron para acentuar la pertenencia humana a una gran familia de seres vivos. Desde Homero, pasando por Ovidio y Apuleyo hasta llegar a Lautréamont o Marosa di Giorgio, las mutaciones indagan de manera perturbadora sobre la identidad, sobre lo abierto (según la fórmula de Agamben) o lo cerrado en nosotros, y quizá nadie lo expuso en época moderna de forma tan radical como Franz Kafka con su inolvidable Gregorio Samsa. Así como se ha hablado mucho de la mirada animal, de ciertas miradas como las que refiere Pierre Loti en la historia de sus gatas, también la mirada del hombre sobre lo animal resulta significativa. Para la iglesia, lo animal sirvió como oposición privativa de lo espiritual; el paradigma judaico de semejanza con Dios prohíbe que nos comparemos con los animales. La tradición metafísica, por su parte, trató al animal como una figura de la lengua. 'Zoografías' nos muestra que en toda época hubo gente sensible a los asuntos animales, un tipo de sensibilidad más rara antes y no tan extravagante hoy. La paradoja de Plutarco por ello sigue resultando atractiva: el animal nos entrena en la desanimalización, en ser menos bestias, al hacernos ejercitar la piedad. El buen trato al animal tiene una función pedagógica: desarrollar los gérmenes de la dulzura y la moderación, nos dice Filón de Alejandría. En su estado normal, el hombre es la pesadilla del animal, como dijo Schopenhauer, o su enfermedad mortal, en palabras de Kojève. Quienes no comparten esta visión de las cosas argumentan que vegetarianismo y racismo históricamente siempre fueron de la mano, que la preocupación y el sufrimiento por lo animal es típico de los depresivos o los melancólicos, que respetar al animal va en desmedro del ser humano. Se puede salir del pensamiento cartesiano del esto o aquello, de las oposiciones privativas de cierta lógica occidental, y la literatura es una respuesta en este sentido.