Un cambio tal suscita forzosamente la cuestión ética: no porque la imagen sea inmoral, irreligiosa o diabólica (como ciertas personas declararon cuando el advenimiento de la Fotografía), sino porque, generalizada, desrealiza completamente el mundo humano de los conflictos y los deseos con la excusa de ilustrarlo. Lo que caracteriza a las sociedades llamadas avanzadas es que tales sociedades consumen en la actualidad imágenes y ya no, como las de antaño, creencias; son, pues, más liberales, menos fanáticas, pero son también más «falsas» (menos «auténticas») —cosa que nosotros traducimos, en la consciencia corriente, por la confesión de un tedio nauseabundo, como si la imagen, al universalizarse, produjese un mundo sin diferencias (indiferente) del que solo puede surgir aquí y allí el grito de los anarquismos, marginalismos e individualismos: eliminemos las imágenes, salvemos el Deseo inmediato (sin mediación).
¿Loca o cuerda? La Fotografía puede ser lo uno o lo otro: cuerda si su realismo no deja de ser relativo, temperado por unos hábitos estéticos o empíricos (hojear una revista en la peluquería, en casa del dentista); loca si ese realismo es absoluto y, si así puede decirse, original, haciendo volver hasta la conciencia amorosa y asustada la carta misma del Tiempo: movimiento propiamente revulsivo, que trastoca el curso de la cosa y que yo llamaré, para acabar, éxtasis fotográfico.
Tales son las dos vías de la Fotografía. Es a mí a quien corresponde escoger, someter su espectáculo al código civilizado de las ilusiones perfectas, o afrontar en ella el despertar de la intratable realidad.