Sin cuerpos, sin penachos ni armaduras, sin espadas, cascos y capas de pluma, sin los esclavos taínos ni los artilleros, los arcabuceros, los lanceros, los ballesteros y los peones; sin las doncellas de palacio con los pies pintados de blanco y los capos de los barrios con sus mantos y camisas apenas más lujosos que los de las sirvientas, el salón se veía aún más grande e imponente.