Había, desde luego, profundas diferencias que se pusieron pronto de manifiesto. Las naciones de América Latina parecían condenadas a aspirar sin éxito al desarrollo, oscilando sin cesar entre la oligarquía corrupta y el espejismo revolucionario. Mientras, los países productores de petróleo eran opulentos, pero corruptos y autoritarios. Las míseras naciones africanas, víctimas del tribalismo y la guerra civil endémica, agonizaban sin que a nadie pareciera importarle. Los «dragones asiáticos», impulsados por los cuantiosos capitales japoneses y por una arraigada moral social de austeridad y esfuerzo, levantaban con decisión el vuelo del desarrollo. Sólo los grandes estados, como China y la India, parecían llamados a contarse entre los gigantes del siglo XXI.