Que se mueran los feos es una alocada y corrosiva parodia de la novela negra en la que se aprecian algunos de los rasgos del talante del inconformista Boris Vian. Puede ser que si Rock Bailey hubiera sido feo y sin interés no se habría visto envuelto en la delirante aventura que puso en riesgo no solo su castidad sino también su vida. Este atractivo y joven deportista se había hecho el propósito de mantenerse casto hasta los veinte años, y para ello todavía faltaban algunos meses. El acoso de que es objeto por parte de hermosas mujeres no se lo pone fácil. Su situación se vuelve insostenible cuando es secuestrado en el aparcamiento de una discoteca y trasladado a una clínica en la que practican extravagantes experimentos genéticos cuyos resultados son, entre otros, exquisitas mujeres capaces de hacer revivir a un muerto. Al final, y ayudado por algunos amigos entre los que se encuentra un perro que puede hablar, huye de aquella isla maldita. Pero el ajetreo y las visiones de las últimas horas terminan con su voto de castidad temporal. Entonces se convierte en un trofeo codiciado que despierta las más intensas pasiones.