hablaba y hablaba para no tener que intentar oír nada, casi siempre anécdotas siniestras de los aparceros que cuidaba, a los que velaba con una lúcida devoción: viejos abocados a morir de hambre, condenados al trabajo hasta la muerte, enfermos abandonados, mujeres esclavizadas por extenuantes tareas. Con una especie de alegría, tía Clara citaba en su dialecto inocente sus palabras más atroces. En realidad, solo me quería a mí, que ni siquiera la veía ponerse de rodillas, desatarme los zapatos, quitarme las medias, calentarme los pies con sus viejas manos»