En la casa paterna de Marie nunca se habían producido disputas de esa índole. El padre y la madre vivían más o menos encerrados en un silencio distante, unidos exclusivamente por el trabajo, que parecía inacabable. Y cuando había pelea, era el padre quien se exacerbaba y vociferaba dando puñetazos en la mesa, en tanto que la madre aguantaba el chaparrón. Nadie se habría atrevido a llevarle la contraria a él, pues lo hubiera molido a palos. Solo en una ocasión (Marie se acordaba perfectamente porque era Nochebuena), cuando ella tenía ocho años, la madre levantó la voz para defenderse. Quiso explicar al padre por qué había metido en la estufa más leña de la habitual, pero no pudo terminar su frase porque ya fue a parar contra el tubo del fogón. Después, el padre se acostó sin pronunciar palabra. La cicatriz en la mejilla de la madre siguió luciendo con un brillo rojo durante muchos años, una reminiscencia de aquella Nochebuena