La narración de Suave es la noche, como la de El gran Gatsby, no se detiene nunca. A medida que va contando, Fitzgerald se desliza por los intersticios que hay entre las cosas: se mueve, ondula, flota. Todo es enormemente preciso y, al mismo tiempo, indeterminado. De ese modo, la realidad pierde peso, se vuelve ligera y transparente, aunque sucedan cosas terriblemente dolorosas: los hechos se desvanecen en la atmósfera, se convierten en aire, y las palabras, que pueden ocasionar la muerte, son pompas de jabón de colores. Los personajes primero son representados mediante pequeñísimas pinceladas; luego, Fitzgerald traza retratos casi analíticos de ellos, si bien al final se pierden de nuevo en el paisaje, en el aire mórbido, los setos umbríos, las flores y las notas de un piano.
La luz es el apogeo de la vida. Todas las cosas despiden un destello de luz: las maderas barnizadas, los objetos dorados más o menos lustrosos, los de plata, los de marfil, las esquinas de los marcos, los bordes de los lápices y de los ceniceros, los adornos de cristal y de porcelana; la piel sonrosada y los ojos de las mujeres; los sentimientos y las sensaciones que vibran, febrilmente, entre las personas. La luz se desplaza, gira, se divide, se curva, se multiplica, crece y muere, impregna el color crema y el púrpura de la costa francesa, desea reflejarse en el agua del mar, en el rocío, en el viento, y en otras luces que intentan a su vez reflejarse en nuevas luces. Todos estos colores, personajes, luces, sentimientos, sensaciones y reflejos forman la estructura de la realidad: un «mosaico misteriosamente correlacionado» que pocos consiguen entrever. Suave es la noche no es sino eso: el descubrimiento de la estructura oculta de las cosas se convierte, entre las manos habilísimas de Fitzgerald, en la etérea arquitectura de un libro.