No seas pesada. Aquel sábado yo también pensaba hacerte una visita. Cuando salimos de la oficina, mentí. Le dije a mi querida madre que quería ver a los vecinos antes de que cerraran la casa para irse a Florida. Pero en cuanto llegamos al camino ella se dio cuenta de por qué quería venir en realidad. Mi querida madre adivinó mis intenciones. Aparcados ahí fuera, delante de la casa, tuvimos una gran discusión. Me prohibió volver a venir aquí. Me dijo que hablaría con tu padre. A solas. Sobre mí, seguramente. ¿Me crees muy paranoico por pensarlo? Pues es cierto. Pero ya no tiene importancia. Esperé a que ella se fuera. Esperé mucho tiempo. Bajo la lluvia. ¿Recuerdas que llovía? Te vi salir de casa y volver a entrar. Vi llegar al mago cojo en bicicleta y luego irse, también en bicicleta. Para entonces yo estaba calado hasta los huesos y me fui caminando a casa, dejando el coche aquí.
—Nada de eso es cierto.
—Nunca lo sabrás. Si le preguntas al agente Ron Culo-Gordo Miglioriti, averiguarás que la policía dejó que el Bentley, del que solo yo sabía que había reaparecido misteriosamente ante la oficina, se quedara allí todo el domingo. Cerrado. Como la caja fuerte de un banco. Puesto que mi querida madre tenía el único juego de llaves, yo no podía abrirlo. El lunes, una grúa lo remolcó al taller de Podesta. Si tan brillante eres, dime qué pasó entonces. ¿Cómo abrí el coche y lo puse en marcha sin las llaves?