En un mundo que nos hace mendigos de una felicidad sostenida en la propiedad, que embota las risas o las dirige a demanda en programas televisivos, que esquiva la pregunta sobre qué nos importa realmente, un mundo que nos ha enseñado a sonreír justo para salir en la foto o vender seguros, o a reírnos de la fragilidad o la humillación, cabe otra forma de disfrute. Existe una alegría que nace de la creación, del encuentro, de la solidaridad. Una riqueza, esta sí inagotable, de los bienes relacionales, el bienestar no cuantificable de cantar en la calle, subir un monte o ver crecer una comunidad.