Cinco meses después, el sábado 3 de febrero a las tres de la tarde, estoy en la guardia de un hospital, en Buenos Aires, y suena el teléfono. Es él, desde Mar del Plata.
–¿Hola?
–Alóooo.
–Hola, Bruno, ¿cómo estás?
–Bien, mirando el mar por la ventana. Oíme, se me ocurrió que sería simpático que hablaras con una amiga mía, la duchesse de Orleans –dice, y parece convencido de que la menciona por primera vez–. Es muy, muy, muy amiga. Hablo con ella todas las semanas. Te paso el número, llamala a París. Con que digas que hablás de mi parte, basta.
Anoto el número en el borde de un diario.
–De todos modos, espero al lunes. No la voy a llamar durante el fin de semana.
–¡Pero! Es el mejor momento.
–¿Te parece?
–Sí, llamala ahora.