Primero: no pocas veces, y justificadamente, se subraya la heterogeneidad, la contingencia y, en parte, hasta la contradicción de los escritos que integran la colección del Nuevo Testamento: escritos doctrinales detallados y sistemáticos, pero también escritos de respuesta, poco elaborados, a las preguntas de los destinatarios. Una pequeña carta ocasional, de apenas dos páginas, al señor de un esclavo evadido, junto con la descripción, un tanto prolija, de los hechos de la primera generación y su figura principal. Evangelios que ante todo dan noticia del pasado y epístolas proféticas que se refieren al futuro. Algunos escritos, ágiles de estilo; otros, más bien descuidados. Unos, por su lenguaje y mentalidad, provenientes de judíos; otros, de helenistas. Algunos, escritos muy pronto; otros, casi cien años después...
La pregunta está, pues, justificada: ¿qué es propiamente lo que aglutina los 27 libros, tan distintos, del Nuevo Testamento? Según los mismos testimonios, la respuesta es asombrosamente simple: el recuerdo de un (tal) Jesús, a quien en el griego neotestamentario se le llama Christos (en hebreo Maschiah y en arameo Meschiha, es decir, mesías, ungido).