La revolución —dijo— es una enfermedad. Tarde o temprano las potencias extranjeras tendrán que intervenir en nuestros asuntos como intervienen los médicos para curar a un niño enfermo y ponerlo en pie. Claro, esto sería más o menos impropio, pero todas las naciones deben comprender hasta qué punto son peligrosos para sus propios países el bolchevismo e ideas tan contagiosas como la «dictadura del proletariado» y la «revolución social mundial…» Por otro lado, es probable que no sea necesaria tal intervención.