Estamos en Los Ángeles a comienzos de los años cincuenta, la década en que se construyó el mito del american way of life, la década en que los norteamericanos identificaron la prosperidad con los valores familiares y religiosos, la década en que todos los californianos de clase media querían una casa espaciosa en un barrio residencial; no ganaban lo suficiente para contratar a Frank Lloyd Wright, pero se conformaban con un rancho en forma de L. En una de estas casas, pero con termitas en la cocina, niebla tóxica en la calle y un tráfico infernal a cincuenta metros, vive un próspero guionista de la Paramount que a los treinta años ha renunciado a la rebeldía juvenil, ha sentado la cabeza y va a ser padre por primera vez. Se llama John Fante y ha escrito tres novelas, pero desde el primer momento sabemos que no es el John Fante que ha escrito Llenos de vida; sus padres, sus recuerdos, su carácter y sus circunstancias lo identifican con el protagonista de Un año pésimo, de La hermandad de la uva y de «Mi perro Idiota» (del volumen Al oeste de Roma). También tiene mucho del fracasado Bandini, el salvador literario de la humanidad que nunca llegó a nada.
Aparecida en 1952, Llenos de vida señala un punto de inflexión en la trayectoria del autor, que dejaría la literatura durante más de veinte años para dedicarse al cine casi en exclusiva. A diferencia de su restante producción, no es una novela escrita en clave de farsa, sino una comedia acerca de la integración y el conformismo, en un registro en que la sátira de los mitos norteamericanos de la época aparece hábilmente combinada con el sentimentalismo y la ternura que suelen acechar en la prosa siempre corrosiva del autor. Los tres temas básicos que articulan la historia son típicos: los hijos, la casa y la religión: Kinder, Küche und Kirche. Que parte de la acción se dedique a la conversión de la esposa del protagonista nos recuerda, por un lado, que el «sueño americano» tenía en esa época un fuerte componente religioso y, por otro, que el catolicismo estaba en alza en Estados Unidos. Y Fante no menciona a Chesterton gratuitamente: a falta de un padre Brown, nos presenta a su polo opuesto.
Fante cierra con esta novela un doble ciclo de ilusiones perdidas que culmina con el adiós a la fantasía y la aceptación de los valores que exige el medio. El antiguo y aparatoso antihéroe proletario es por fin un digno y vulgar representante de la clase media, de esa misma clase media contra la que ya se alzaba el protagonista de El guardián en el centeno de Salinger (1951), cuyas trastadas venían a continuar las de Bandini.