Mis primeros recuerdos de infancia, así mezclados o confusos, parten de la figura azul y roja de Menegildo. Yo era uno de los tantos chiquillos descalzos que acudían a beber fantasías en sus labios. Mi casa quedaba a media cuadra del prostíbulo, a la vuelta de la esquina próxima. Allí vivía con mi madre y mis tres hermanas. Siete años tendría yo por aquellos tiempos. Siete años audaces, inescrupulosos y violentos. Conocí la miseria y la podredumbre humanas demasiado pronto, y tal vez por ello no me produjeron extrañeza ni repulsión. Me parecían cosas naturales el tobar y trabar pendencia. Tuve fama de bebedor y de diestro en el vocabulario arrabalero en el tiempo en que otros niños aprenden en la escuela sus primeros palotes. Mi mundo era la calle, era la vía férrea, eran los cuartos de las prostitutas, era el salón en donde bailaba desnuda la Ñata Dorila. Una